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domingo, 13 de mayo de 2012

EL CANDADO (HUMOR ABSURDO)






EL CANDADO


RELATO ELEGIDO POR ESCUELA DE ESCRITORES Y
 PUBLICADO EN ANTOLOGÍA 2012


Harto de que me robaran todas las ideas, aquella tarde salí a comprarme un candado.

Y al tiempo que calentaba mis pies en el microondas, ya que el frío era absolutamente espléndido, me aseguré de que la espía del tercero izquierda no pudiera salir de su casa.

Pasé media noche precintando su puerta con cinta adhesiva transparente.

Era un plan infalible. Había sacado la cuenta mentalmente: cuatro rollos de celo a cero con cincuenta cada rollo, dos euros del ala. Hablando del ala, el problema principal fue el gato: un minino de nada más y nada menos que cuatro patas y un rabo, que curiosamente no me supuso ningún contratiempo grave, salvo un arañazo de escasa importancia en el pulmón izquierdo.

Por suerte, tengo algunas nociones escasas de medicina industrial y un botiquín muy bien provisto con ciento setenta y tres vendas, que robé cuando estuve ingresado en el locutorio.

Era imprescindible,  no solo necesario, adquirir el guardián de mis ideas cuanto antes. Muy cerca me esperaba un "todo a un euro".

Una vez en el establecimiento, pagué en monedas de cinco al hombre de ojos rasgados que manipulaba la caja registradora y salí de allí caminando hacia atrás, para pasar desapercibido. Cualquier precaución es mínima, me dije.

De la papelera de la entrada, con motivos londinenses, tomé un clínex casi sin usar y el paraguas negro, puesto que el rojo hubiese llamado demasiado la atención en un día de lluvia y encima tampoco era mío, lo cual me honra.

El simpático vendedor chino me despidió a su manera, en un perfecto suajili.

Como no pasaba ningún taxi, paré al autobús de la línea cincuenta, que iba en dirección contraria a la mía, para despistar a cualquier otro soplón que no fuese el viento.

“Siga a ese coche”, le ordené, mostrándole mi insignia de detective privado donde si se quería, se podía leer claramente: “Kellogs”.

Protestaron algunos viajeros pero callaron en seco cuando les expliqué con todo lujo de detalles que me encontraba en acto de servicio.

Tomé las muletas del señor de la escayola, para abrirme paso hasta la puerta. Todos tuvieron el detalle de apartarse a un lado y dejarme bajar en la siguiente parada.

Con las muletas en una mano y el paraguas con la bolsita de plástico y el candado en la otra, proseguí mirando a diestro y siniestro.

Mi casa solo estaba a dos manzanas y medio kilo de brócoli de allí. Así pues, pagué la cuenta a la frutera y subí en el ascensor hasta el sexto piso, solo para disimular.

Una vez allí, junto al felpudo, dejé tumbadas las muletas, tras borrar las huellas dactilares con el ticket de la verdulería. Seguidamente, bajé por la escalera, peldaño a peldaño, hasta el tercer piso, en el que afortunadamente vivo.

El gato de la vecina no maulló siquiera, por lo que entré en casa, sin más dilatación.

Hice una analítica rápida de los hechos. El balance era sumamente positivo: la vecina espía continuaba encerrada en su casa y el gato probablemente muerto.

Mucho más tranquilo que cuando estoy nervioso, procedí a quitarme la venda, lo que fue un alivio para mis ideas que salieron disparadas de la cabeza, sin orden ni concierto, chocando unas con otras, hasta convertir el salón en una piscina de bolas de colores. Resultó bastante complicado rescatar cada una y volver a introducirlas sin dañar mi mente. De todo este incidente, saqué una clara conclusión: las ideas son más rebeldes que el gato.

En cualquier caso, conseguí reunir casi todas en mi cerebro y finalmente, como quien cierra una maleta llena, logré colocar el candado.

Solo entonces, me dirigí a la comisaría más cercana.

- Esta es la razón de mi estancia en objetos perdidos, terminé de explicarle al agente. Además de devolver el paraguas negro, si no le importa, voy a poner un cartel gigante de aproximadamente cinco por tres, quince, con mi talla, dirección y número de teléfono, por si alguien de buena voluntad, encontrase las seis o siete ideas extraviadas y tuviera a bien devolvérmelas. 

Espero que me llamen.

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